Quise entonces escribir por ellos, por los que no se escuchan, ni se leen. Los que están presos de si mismos y de la desidia ajena.
Vuelvo de otro día de trabajo, desciendo del colectivo y siento la alegría de estar acercándome a casa. Pensar en el almuerzo, la próxima siesta, el calor de la estufa y demás comodidades que brinda el hogar me motivan a acelerar el paso.
Como tantas otras veces la llegada me reconforta.
No puedo sin embargo, y pese al sutil placer del regreso cotidiano, dejar de pensar en ellos. Un pedacito mio se ha quedado allá, en La Colonia, entre los que no pueden volver a casa. Quienes por locos o menos cuerdos, están ocultos, olvidados, porque los han escondido y porque les han decretado el olvido, la oscuridad como porvenir.
Envueltos en una rutina que no brinda mayores posibilidades que las de comer y dormir. Entre muros descoloridos y helados pabellones. Así transcurren sus existencias. Cual espectros deambulan sin tiempo; desaseados, con poco abrigo, invisibles; pidiendo cigarrillos, algo para comer o esperando incansables la visita de un familiar que nunca llega.
Tratados a veces de mala gana por alguno que se jacta de cuerdo. Privados de juicio y de alegría. Amnésicos de amor y sombras de una sociedad que esconde sus pelusas bajo la alfombra.
Víctimas de un sistema perverso, que reproduce enfermedad y luego pretende abolirla con comprimidos.
Me pregunto si tales modos son terapéuticos...bastan segundos para que note el absurdo de mi pregunta, me contesto: ¡tales modos no son ni siquiera humanos!... y lo más alarmante, lo más aterrador, es que son tolerados, sostenidos e ideados por quienes a plena luz se dicen sanos.