Depositar la culpa en otros hombros.
Desentenderse. Tirar una y otra piedra, hasta provocar el tropiezo de piernas ajenas, y pegar entonces el saltito apurado a un lado del camino. Pintar de rosa los fantasmas, y acusar de fantasmagórica la ideación ajena.
Depositar la culpa en otra espalda.
Acoger la sordera voluntaria, ante la bruta honestidad de algunos ruidos. Abandonarse a la práctica habitual
de la falacia. Negar tres veces la propia duda, condenar la ajena. Dar un paso atrás.
Depositar la culpa, para que la recojan otras manos.
Encomendar al deseo de los dioses el desenlace, negar al propio deseo. Gritar a la hora del silencio, hacer silencio a la hora del grito. Andar de puntitas por la vida, pidiendo permiso y pidiendo prestado. Esconder la mano en el bolsillo, mientras otros dedos se extienden desasosegados por alcanzarla. Lavarse la boca después del beso. Cubrir de hojalata la piel. Enjabonar las ganas.
Depositar la culpa, bajo la suela gastada y gomosa de otras botas.
Negar tres veces. Atragantarse de sentido, y no escupir por respeto a las buenas viejas costumbres. Caber en el molde de los buenos modos. Seguir el absurdo del protocolo.
Contemplar en calma la vorágine mundana, no intervenir. Cambiar de canal.
Ensuciarse de miedo, disfrazarlo de prudencia, podrirse de frío. Eludir, eludirse. Apagar la luz y abrir recién entonces los ojos.
... todo eso es tristemente COBARDÍA o cobardemente necedad.